Philippe Sénac: Al-Andalus. Une histoire politique VIIIe - XIe s., Paris: Armand Colin 2020, 249 S., ISBN 978-2-200-62546-7, EUR 22,90
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Al-Andalus siempre ha despertado la curiosidad y el interés de numerosos investigadores españoles, pero también de otros países, especialmente de Francia. Es el caso de Philippe Sénac, profesor emérito de Historia Medieval en la Universidad de la Sorbona y especialista en el Occidente islámico. Este libro se concibe como un manual universitario destinado a dar a conocer la historia andalusí durante los siglos VIII-XI a través de la historia política y de los últimos descubrimientos arqueológicos. Busca contrarrestar con datos y hechos las ideológicas posturas "negacionistas" acerca de la conquista del 711 y la presencia islámica en la Península Ibérica.
El libro se compone de dos partes. La primera se divide en diez capítulos en los que se va desgranando la historia política de al-Andalus desde los últimos días de la monarquía visigoda hasta la caída del Califato de Córdoba y las primeras taifas. Doce anexos integran la segunda parte. Por último, se incluye una cronología, una bibliografía general y un glosario.
Las fuentes del final del reino visigodo de Toledo se pueden clasificar en actas conciliares, crónicas y restos materiales. La monarquía fue evolucionando desde el arrianismo, la forma electiva y el carácter militar al catolicismo, la vinculación con la Iglesia y un cierto halo de sacralidad al adoptar la ceremonia de la unción para ampliar y reforzar su autoridad. Los reyes, además, trataron de controlar la sucesión asociando a sus hijos al poder. La aristocracia se posicionó en contra de estos intentos de consolidación monárquica en forma de levantamientos y revueltas. Descontento también generó en la Iglesia el control que los reyes trataron de ejercer sobre ella al nombrar a los obispos. Estos últimos ocupaban una posición primordial en el dominio del territorio, participando en las tareas de gobierno y administración. Además, el reino atravesaba una situación de tensiones sociales y una serie de dificultades económicas.
Todos estos factores, aunque no son los únicos, habrían facilitado la vertiginosa conquista islámica. Para comprenderla en su contexto, P. Sénac consagra el segundo capítulo a la expansión por el norte de África. A lo largo del casi medio siglo que se prolongó la conquista, los árabes encontraron una fuerte y tenaz resistencia de las poblaciones nativas (destacan las protagonizadas por Kāsila y la Kāhina). No fue hasta finales del siglo VII cuando se logró dominar el Magreb, establecer un gobierno y una administración en Qayrawān e iniciar el largo proceso de islamización y arabización. Al contrario, la conquista de la Península Ibérica (capítulo tres), protagonizada sobre todo por norteafricanos, fue más sencilla y rápida y solo algunas ciudades opusieron resistencia. La problemática de las fuentes árabes ha llevado a algunos, sin argumentos fehacientes, a cuestionar la realidad de los hechos, pero las fuentes latinas, especialmente la Crónica del 754, y el conjunto de vestigios materiales (monedas, sellos, etc.) aparecen como pruebas irrefutables. Buena parte del territorio fue sometido mediante pactos con los poderes y aristocracias locales y la región se integró en la provincia de Ifrīqiya, comenzando la islamización.
En la etapa de los gobernadores (capítulo cuatro) se sucedieron más de una veintena de valíes, nombrados bien por los califas de Damasco bien por los gobernadores de Ifrīqiya, permaneciendo pocos años o solo algunos meses en el cargo. Pese a la inestabilidad (según P. Sénac a causa del establecimiento del régimen fiscal, el fin de la expansión territorial y las tensiones entre las facciones árabes y entre estas y los beréberes), lo cierto es que en ese momento se establecieron las bases del gobierno, la administración y la capitalidad en Córdoba. El panorama cambió con la llegada de ʿAbd al-Raḥmān I (capítulo cinco), huyendo de la masacre de su familia en Oriente a manos de los ʿAbbāsíes, y la instauración del emirato omeya. Se establece un régimen con una potente y compleja administración, una flota y una importante actividad diplomática, inaugurándose un período de prosperidad económica, comercial y cultural, en el que los procesos de arabización e islamización avanzaron considerablemente. Sin embargo, numerosas revueltas y agitaciones se produjeron debido a la creciente presión fiscal, al avance de la islamización y al aumento del poder emiral. Además, los soberanos tuvieron que lidiar, por un lado, con unos poderes cristianos del norte, los francos y los normandos. Durante la primera fitna (852-929), al final del emirato (capítulo sexto), los emires tuvieron que hacer frente a rebeliones (Toledo, Mérida, etc.), a la autonomía de la Marca Superior, a la presión cristiana y, sobre todo, a la revuelta de ʿUmar b. Ḥafṣūn.
Los siguientes capítulos están dedicados a la época califal, considerada, como señala P. Sénac, la edad de oro de la historia andalusí. Los capítulos siete y ocho se centran en ʿAbd al-Raḥmān III y al-Ḥakam II. El primero se proclamó califa tras acabar con las numerosas rebeliones que se habían desatado en los últimos tiempos del emirato. Además, durante el califato se puso en marcha un importante programa de cambios destinados a reforzar y elevar la autoridad del soberano a través de nuevos símbolos (titulaciones, acuñaciones en oro, tejidos y cerámica de lujo, etc.), un ceremonial que lo distanciaba de su corte y súbditos, una administración más compleja y que empleó a nuevos elementos étnicos (eslavos), nuevas construcciones (ampliación de la gran mezquita de Córdoba, construcción de la ciudad palatina de Madīnat al-Zahrāʾ, etc.). Se establecieron, igualmente, importantes relaciones diplomáticas con el Imperio bizantino y los poderes cristianos norteños. Si bien, las campañas se dirigieron contra los reinos y condados cristianos del norte, sufriendo algunas derrotas, lo cierto es que la mayor parte de los esfuerzos se dedicaron al norte de África donde se buscaba controlar las rutas comerciales del oro e impedir el avance del califato šīʿí de los Fāṭimíes. En definitiva, esta etapa fue un período de prosperidad, crecimiento económico, desarrollo urbano y auge artístico y cultural, colocándose el califato de Córdoba como una de las principales potencias del Mediterráneo.
Los últimos capítulos se dedican a narrar el final del califato. El heredero del califa al-Ḥakam II era un niño, Hišām, y su gobierno resultaba difícil de aceptar por tratarse de un menor. Sin embargo, un sector de la corte, apoyado por la madre del pequeño, consiguió entronizarlo y acabar con cualquier oposición. Muḥammad b. Abī ʿĀmir (el famoso Almanzor), integrado en dicho círculo, logró escalar posiciones rápidamente y, tras deshacerse de sus competidores, instaurar un gobierno autoritario como ḥāŷib del califa, aislando al soberano en Madīnat al-Zahrāʾ y dirigiendo los destinos del califato desde su nueva ciudad palatina de Madīnat al-Zāhira. El gobierno de Almanzor se va a caracterizar por el control del Magreb, la importación de tropas del norte de África y una intensa actividad bélica contra el norte cristiano (destacan las campañas de Barcelona y de Santiago de Compostela). La desaparición de Almanzor y de su hijo ʿAbd al-Malik supuso el acceso al poder de su otro hijo ʿAbd al-Raḥmān "Sanchuelo". Se desató la guerra civil (fitna) que acabaría con el califato de Córdoba, al lograr que el desdichado Hišām le nombrara heredero. En el 1009 la calificada como "Revolución cordobesa" depuso al califa y terminó con el régimen ʿāmirí. Se inauguró una fase en la que numerosos califas, omeyas y la familia ḥammūdí (de orígenes idrīsíes), se disputaron el poder apoyados por las facciones eslavas, beréberes e, incluso, por tropas cristianas. El resultado final fue la abolición del califato (1031) y la instauración de un gobierno de notables en Córdoba mientras el resto del territorio se desmembraba en numerosos poderes, los llamados "reinos de taifas". Los nuevos gobernantes lograron crear dinastías duraderas pese a sus problemas de legitimidad. El siglo XI fue un momento de esplendor cultural y artístico, pero de debilidad militar frente a los cristianos.
Los apéndices se dedican a diversos temas (las relaciones con los francos, el equipo militar omeya y la imagen de los musulmanes en las fuentes cristianas de los siglos VIII-XI), aunque predominan los arqueológicos: los precintos de la conquista, la necrópolis islámica (maqbara) de Pamplona (siglo VIII), las acuñaciones (siglos VIII-inicios del XI), el Tolmo de Minateda, el arrabal de Secunda, la mezquita de Córdoba, Madīnat al-Zahrāʾ, las monedas omeyas de Siŷilmāsa y las fortificaciones andalusíes.
Por otro lado, aunque es comprensible la ausencia de numerosas publicaciones en castellano (como se advierte en la introducción), lo cierto es que sorprende que trabajos como el de Maribel Fierro sobre ʿAbd al-Raḥmān III y el califato de Córdoba no se encuentren en la bibliografía. Hay, además, algunas cuestiones discutibles. Por ejemplo, se señala la infalibilidad de emires y califas (páginas 75, 103 y 106), un carácter solo atribuido a los imāmes šīʿíes (como los califas fāṭimíes), pero no a los gobernantes sunníes.
En conclusión, esta obra constituye una síntesis muy útil, de fácil lectura y necesaria, que cumple sobradamente su finalidad introductoria. Además, los capítulos se acompañan de fragmentos de fuentes, cuadros dinásticos, imágenes, gráficos y mapas. Si bien es cierto que estos últimos resultan más que suficientes, consideramos que habría resultado útil incluir un mapa de Córdoba y su evolución en el período omeya, así como un mapa de la situación del norte de África durante la pugna entre Fāṭimíes y Omeyas. Igualmente se podría haber dedicado un espacio a explicar brevemente el término beréber, el šīʿísmo y a los Fāṭimíes.
Alejandro Peláez Martín